La violencia intrafamiliar, el femicidio y el feminicidio en el Ecuador se han convertido, lamentablemente, en una herida abierta y vigente en la sociedad ecuatoriana. Las cifras son un crudo testimonio de esta realidad. Ya entre los años 2000 y 2006, el 41% de los 204 homicidios de mujeres registrados fueron clasificados como femicidios. De estos, la mitad fue perpetrada por hombres del círculo cercano de la víctima, y en un alarmante 35% del total de casos, la muerte estuvo precedida por violencia sexual.
Esta trágica tendencia no ha disminuido. Para mediados de 2017, las estadísticas ya reportaban 72 femicidios en lo que iba del año, con una concentración del 76.9% en la región Costa y un 23.1% en la Sierra. Las provincias del Guayas y Pichincha, debido a su alta densidad poblacional, lideraban estos índices, seguidas por Los Ríos, Esmeraldas, El Oro, Azuay y Cañar.
El problema de la violencia de género comenzó a visibilizarse en el ámbito doméstico a finales de la década de los 80. Paulatinamente, durante los 90, esta violencia empezó a desnaturalizarse y a conceptualizarse como una violación de los Derechos Humanos de las mujeres. El análisis de las últimas dos décadas constata que los homicidios de mujeres eran, en efecto, causa y consecuencia de la discriminación y la violencia de género.
La discriminación contra las mujeres va de la mano de una profunda desvalorización, una que provoca que “se las escuche, pero no se las oiga”. Hablar de la violencia contra las mujeres es hablar de aquella violencia específica que se ejerce por su condición de género. Esta violencia pretende mantenerlas en desventaja y desigualdad, contribuyendo a perpetuar la discriminación, denigrarlas y reproducir un supuesto dominio patriarcal y la supremacía de los hombres.
El padecimiento de las mujeres, por el solo hecho de serlo, sintetiza múltiples formas de violencia: sexista, misógina, clasista, etaria, racista, religiosa, identitaria y política. Las desigualdades observadas entre mujeres y hombres en una sociedad pueden atribuirse, en gran medida, a los modelos culturales originados en las relaciones de género. La masculinidad y la feminidad no son cualidades inherentes a la condición biológica, sino expectativas construidas socialmente. Al igual que la clase social o la etnia, el género despliega una fuerza determinante en los vínculos sociales, las oportunidades y el acceso a los recursos de la sociedad.
La discriminación y la violencia ejercida contra la mujer son, en definitiva, los cimientos del femicidio. Así lo reconoce la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) en su Artículo 1:
“La expresión ‘discriminación contra la mujer’ denotará toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera”.
A partir de este reconocimiento, se gestaron debates en todo el mundo para definir el término “femicidio”, traducción al español del inglés “femicide”. Etimológicamente, contrasta con «homicidio», que proviene del latín homo (hombre) y caedere (matar).
La expresión comenzó a utilizarse en los años 60, popularizada tras el brutal asesinato de las hermanas Mirabal (Patria, Minerva y María Teresa) el 25 de noviembre en República Dominicana, a manos del servicio de inteligencia de su país. La feminista mexicana Marcela Lagarde lo define como:
“…variadas formas de violencia de género, clase, etnia, etaria, ideológica y política contra las mujeres que se concatenan y potencian en un tiempo y territorio determinados y culminan con muertes violentas: homicidios, accidentes mortales e incluso suicidios se suceden y no son detenidos ni prevenidos por el Estado…”.
La amenaza constante de la violencia afecta la habilidad de las mujeres para participar en proyectos de desarrollo, ejercer la democracia y comprometerse plenamente con la sociedad. El miedo es una línea constante que interfiere con su necesidad más básica: la seguridad.
El femicidio es la manifestación más cruenta de esta violencia sistemática. La muerte de mujeres a manos de sus esposos, amantes, padres, novios, pretendientes o desconocidos no es producto del azar ni de conductas patológicas, sino el resultado directo de un sistema estructural de opresión. Estas muertes son la forma más extrema de terrorismo sexista, motivado, mayoritariamente, por un sentido de posesión y control sobre las mujeres.
Este fenómeno social ocurre cuando las condiciones históricas generan prácticas que permiten atentados contra la integridad, la salud y la vida de niñas y mujeres. En el femicidio concurren daños realizados por conocidos y desconocidos, por agresores individuales y grupales, que conducen a la muerte cruel de las víctimas. Todos tienen un punto en común: la concepción de que las mujeres son usables, maltratables y desechables. Todos coinciden en su infinita crueldad.
El femicidio surge de las desigualdades estructurales en un sistema donde los hombres ostentan poder sobre las mujeres, creando condiciones culturales que favorecen el machismo, la misoginia y la naturalización de la violencia. Si a esto añadimos las barreras legales y políticas que impiden a las mujeres el acceso a la justicia, el resultado es un ambiente de impunidad, injusticia y discriminación.
La investigadora Diana Russell clasifica el femicidio en tres categorías principales:
- FEMICIDIO ÍNTIMO: Ocurre cuando la víctima tenía o tuvo una relación íntima, familiar o de convivencia con el agresor.
- FEMICIDIO NO ÍNTIMO: Se da cuando no existía una relación previa. Esta categoría a menudo involucra un ataque sexual a la víctima.
- FEMICIDIO POR CONEXIÓN: Sucede cuando la víctima intenta intervenir en una agresión o simplemente queda atrapada en el acto del femicida.
La impunidad es el combustible del femicidio. Marcela Lagarde concreta la responsabilidad del Estado en los siguientes puntos:
- El Estado es responsable de la prevención, tratamiento y protección de las mujeres ante la violencia de género.
- El Estado debe garantizar la libertad y la vida de las mujeres.
- El Estado se vuelve responsable por acción u omisión del femicidio ante la ausencia de sanciones y castigo a los asesinos.
- El Estado debe asumir su complicidad o su responsabilidad directa.
La impunidad refuerza la percepción de ilegitimidad del sistema legal ecuatoriano. Comienza con la falta de penalización de la violencia cotidiana, que permite a los agresores escalar sus agresiones. Continúa con el trato privilegiado que reciben los pocos que enfrentan a la justicia, quienes difícilmente son considerados delincuentes. Se consolida cuando los operadores de justicia, tanto judiciales como policiales, privan a la mujer de su derecho a la protección y la justicia.
Esta impunidad también se alimenta de la complicidad y el silencio de las comunidades, la ciudadanía y el entorno cercano de las víctimas (familiares, amistades, vecinos). Así, el femicidio se convierte en un crimen de Estado cuando este, siendo parte del sistema patriarcal, no cumple con su deber de resguardar la seguridad y garantizar la vida de niñas, adolescentes y mujeres.
Recomendaciones
Para enfrentar y abatir la violencia feminicida, es fundamental:
- Establecer un grupo interinstitucional, multidisciplinario y con perspectiva de género que dé seguimiento a los casos.
- Implementar acciones preventivas, de seguridad y de justicia.
- Elaborar reportes especiales sobre las zonas de riesgo y el comportamiento de los indicadores de violencia.
- Asignar los recursos presupuestales necesarios para hacer frente a las alertas de violencia de género.
- Hacer de conocimiento público los motivos de las alertas de violencia y las zonas territoriales donde se aplicarán las medidas.
La Reparación del Daño
Ante la violencia feminicida, el Estado deberá resarcir el daño conforme a la ley penal (COIP) y los parámetros del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. La reparación debe incluir:
- Derecho a la justicia pronta e imparcial: Investigar las violaciones a los derechos de las mujeres y sancionar a los responsables.
- Rehabilitación: Garantizar la prestación de servicios jurídicos, médicos y psicológicos especializados y gratuitos para la recuperación de las víctimas directas e indirectas.
- Satisfacción: Implementar medidas orientadas a la prevención de futuras violaciones, tales como:
- La aceptación pública del Estado de su responsabilidad y su compromiso de repararlo.
- La investigación y sanción de autoridades omisas o negligentes que permitieron la impunidad.
- El diseño e implementación de políticas públicas efectivas que eviten la comisión de delitos contra las mujeres.
- La verificación de los hechos y la publicación de la verdad.